jueves, 2 de julio de 2015

El Diablo y el Boxeador

El diablo y el boxeador
Por: Floridor Pérez


Cada  vez  que  andan  mal  los  negocios  del  infierno  y  sus  clientes  
disminuyen, el Diablo parte en gira de propaganda por el mundo.
Disfrazado de simple mortal, recorre campos y ciudades, haciendo 
tentadoras ofertas de riqueza a quienes acepten venderle su alma.
Así llegó a una caleta de pescadores, donde yo solía veranear. El demonio 
hacía  todo  lo  posible  por  ganarse  el  alma  de  un  joven  boxeador,  que  se 
iba convirtiendo en la atracción del lugar.
Durante el día, cada persona en la caleta cumplía sus propias tareas: los 
habitantes, trabajar como hormigas; los turistas, nadar como peces.
Pero  al  caer  la  tarde  se  terminaban  las  diferencias  y  de  uno  en  uno, 
de  pareja  en  pareja,  compadres  y  comadres,  todos  se  encaminaban  a 
la  escuela,  donde  había  instalado  un  ring  para  el  entrenamiento  del 
Pulpo López
Le  llamaban  así  porque  tiraba  los  puños  con  tal  rapidez  que,  al 
término de un combate, su rival declaró: “Sentí como si me golpeara 
con muchos brazos”.
El Pulpo era el ídolo de la comarca y el Demonio pensó que conquistarlo 
le abriría las puertas de toda la región. Pero ni el joven le hacía el menor 
caso, ni el Malo se daba por vencido.
Camuflado entere el público, el Diablo observó sus zapatillas gastadas, 
su pantalón anticuado, su bata desteñida.
—Puedo darte mucho dinero —le dijo al pasar—. ¡Mucho!
—Yo  necesito  poco  dinero  y  sé  cómo  ganarlo  —respondió  el  joven,  que 
trabajaba con su padre en faenas de buceo.
Leyendo  los  diarios  regionales,  que  empezaban  a  llamarlo  “la  nueva 
esperanza   del   box   chileno”,   Satanás   pensó   vencer   su   resistencia 
 despertando su ambición.
Como  si  fuera  uno  de  esos  fanáticos  que  subían  al  ring  a  pedirle  un 
autógrafo, le acercó una libreta en la que había escrito:
—¡Puedo hacerte campeón!
Por  toda  respuesta,  el  joven  simuló  lanzarle  un  recto  al  mentón  y  el 
público  aplaudió  la  broma.  Eso  le  dio  la  endemoniada  idea  de  atacar 
directamente al amor propio del Pulpo.
—¡Atencióóón! —anunció al público— ¡Atencióóón!
—Su  campeóóón…  Dará  hoy  día  una  exhibicióóón…  Peleará  un  solo 
round cooon… ¡Este humilde servidor...!
(Puso  una  mano  en  su  pecho  y  se  dobló  en  una  aparatosa  reverencia. 
Algunos rieron, otros aplaudieron.)
Si me gana —siguió diciendo— yo donaré veinte millones de pesos para 
su preparación. (Ya nadie rió. Todos aplaudieron.)
—Y si pierdes —dijo en voz baja al joven— te daré mucho más, mucho 
más. ¡Pero yo ganaré tu alma!
Ya antes habían llegado a la caleta varios empresarios a tentar al Pulpo 
López, pero al público le pareció que ésta era la mejor oferta y la recibió 
con entusiasmo. El joven se sentía comprometido con la esperanza de su 
gente y no pudo rechazarla.
—Una  sola  cosa  pido  —dijo  el  desconocido  al  párroco,  al  profesor  y  al 
sargento, que serían los jurados del combate.
 —Lo escuchamos —dijo el sargento.
—Nos cambiaremos el calzado: él peleará con mis zapatos de paseo y yo 
con sus zapatos de trabajo.
El  joven  se  apresuró  a  darle  la  mano  en  señal  de  acuerdo  y,  en  secreto, 
envió a su hermano menor de ida y vuelta a casa.
El Diablo fue el primero en subir al ring, llevando en la mano sus zapatos, 
que pensaba cambiar ventajosamente por los del joven.
Tras él, subió el Pulpo, que tomó el calzado del desafiante y dejó en su lugar 
unos rarísimos zapatos de plomo, que Satanás no había visto en su vida.
—Son  los  zapatos  de  trabajo  de  su  rival  —le  explicó  amablemente  el 
árbitro enseñándole a ponérselos.
Con  dificultad,  el  Demonio  lograba  dar  tres  pasos  seguidos  con  ellos, 
mientras el Pulpo se desplazaba ágilmente, avanzando y retrocediendo, 
girando en torno a su rival, sin golpearlo todavía, solo indicándole con 
los  guantes  el  rostro,  el  estómago,  las  costillas  a  izquierda  y  derecha, 
todos los lugares donde podría golpearlo sin piedad, semianclado como 
estaba al piso por el peso de esos zapatos.
No l levaba un mi nuto sobre el  r i ng,  cuando el  Demonio,  al zando los brazos,  
se negó a continuar el combate. Llamó al árbitro y se acercó al jurado:
—¡Estas  no  son  las  condiciones  pactadas!  —alegó—.  Yo  pedí  pelear 
con los “zapatos de trabajo” del boxeador, que son esos botines largos y 
livianos con que he visto entrenar a este jovencito cada día…
—Eso  es  verdad  —le  explicó  amablemente  el  profesor—,  pero  usted 
está peleando con mi ex alumno Tato López, el mejor buzo de la caleta: 
ése  es  su  trabajo  y  ésos  son  sus  zapatos  de  buzo…  Por  ahora,  el  box  es 
solo su afición…
—Aunque gracias a su generoso aporte —agregó ceremonioso el sargento— 
estoy seguro que pronto se convertirá también en su nueva profesión.
El  único  corresponsal  de  prensa  que  había  en  la  caleta  andaba  ese  día 
tierra adentro, visitando a un compadre, de modo que no quedó registro 
gráfico del más breve y famoso desafío de box que se vio en el vecindario.
Al  faltar  su  entrevista,  tampoco  se  supo  el  nombre  de  su  curioso 
desafiante y los diarios regionales debieron hablar solo de “un benefactor 
desconocido”. En cuanto al Pulpo López, al que empezaban a llamar el 
buzo-boxeador, “se limitó a decir que no haría declaraciones”.
Y si él no hablaba, tampoco yo iba a andar contando la última conversación 
con su rival, que oí por pura casualidad:
—Si  usted  aún  no  me  ha  reconocido,  jovencito  —le  dijo  con  falsa 
amabilidad Satanás—, llámeme a las doce en punto de esta noche y yo 
vendré encantado a probarle quién soy.
—No  es  necesario  —respondió  sonriente  el  Pulpo  López.—  ¡No  olvide, 
caballero, que en mi trabajo estoy obligado a ver debajo del agua…!
El Patas de Hilo se fue echando chispas por los ojos.

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