El diablo y el boxeador
Por: Floridor Pérez
Cada vez que andan mal los negocios del infierno y sus clientes
disminuyen, el Diablo parte en gira de propaganda por el mundo.
Disfrazado de simple mortal, recorre campos y ciudades, haciendo
tentadoras ofertas de riqueza a quienes acepten venderle su alma.
Así llegó a una caleta de pescadores, donde yo solía veranear. El demonio
hacía todo lo posible por ganarse el alma de un joven boxeador, que se
iba convirtiendo en la atracción del lugar.
Durante el día, cada persona en la caleta cumplía sus propias tareas: los
habitantes, trabajar como hormigas; los turistas, nadar como peces.
Pero al caer la tarde se terminaban las diferencias y de uno en uno,
de pareja en pareja, compadres y comadres, todos se encaminaban a
la escuela, donde había instalado un ring para el entrenamiento del
Pulpo López
Le llamaban así porque tiraba los puños con tal rapidez que, al
término de un combate, su rival declaró: “Sentí como si me golpeara
con muchos brazos”.
El Pulpo era el ídolo de la comarca y el Demonio pensó que conquistarlo
le abriría las puertas de toda la región. Pero ni el joven le hacía el menor
caso, ni el Malo se daba por vencido.
Camuflado entere el público, el Diablo observó sus zapatillas gastadas,
su pantalón anticuado, su bata desteñida.
—Puedo darte mucho dinero —le dijo al pasar—. ¡Mucho!
—Yo necesito poco dinero y sé cómo ganarlo —respondió el joven, que
trabajaba con su padre en faenas de buceo.
Leyendo los diarios regionales, que empezaban a llamarlo “la nueva
esperanza del box chileno”, Satanás pensó vencer su resistencia
despertando su ambición.
Como si fuera uno de esos fanáticos que subían al ring a pedirle un
autógrafo, le acercó una libreta en la que había escrito:
—¡Puedo hacerte campeón!
Por toda respuesta, el joven simuló lanzarle un recto al mentón y el
público aplaudió la broma. Eso le dio la endemoniada idea de atacar
directamente al amor propio del Pulpo.
—¡Atencióóón! —anunció al público— ¡Atencióóón!
—Su campeóóón… Dará hoy día una exhibicióóón… Peleará un solo
round cooon… ¡Este humilde servidor...!
(Puso una mano en su pecho y se dobló en una aparatosa reverencia.
Algunos rieron, otros aplaudieron.)
Si me gana —siguió diciendo— yo donaré veinte millones de pesos para
su preparación. (Ya nadie rió. Todos aplaudieron.)
—Y si pierdes —dijo en voz baja al joven— te daré mucho más, mucho
más. ¡Pero yo ganaré tu alma!
Ya antes habían llegado a la caleta varios empresarios a tentar al Pulpo
López, pero al público le pareció que ésta era la mejor oferta y la recibió
con entusiasmo. El joven se sentía comprometido con la esperanza de su
gente y no pudo rechazarla.
—Una sola cosa pido —dijo el desconocido al párroco, al profesor y al
sargento, que serían los jurados del combate.
—Lo escuchamos —dijo el sargento.
—Nos cambiaremos el calzado: él peleará con mis zapatos de paseo y yo
con sus zapatos de trabajo.
El joven se apresuró a darle la mano en señal de acuerdo y, en secreto,
envió a su hermano menor de ida y vuelta a casa.
El Diablo fue el primero en subir al ring, llevando en la mano sus zapatos,
que pensaba cambiar ventajosamente por los del joven.
Tras él, subió el Pulpo, que tomó el calzado del desafiante y dejó en su lugar
unos rarísimos zapatos de plomo, que Satanás no había visto en su vida.
—Son los zapatos de trabajo de su rival —le explicó amablemente el
árbitro enseñándole a ponérselos.
Con dificultad, el Demonio lograba dar tres pasos seguidos con ellos,
mientras el Pulpo se desplazaba ágilmente, avanzando y retrocediendo,
girando en torno a su rival, sin golpearlo todavía, solo indicándole con
los guantes el rostro, el estómago, las costillas a izquierda y derecha,
todos los lugares donde podría golpearlo sin piedad, semianclado como
estaba al piso por el peso de esos zapatos.
No l levaba un mi nuto sobre el r i ng, cuando el Demonio, al zando los brazos,
se negó a continuar el combate. Llamó al árbitro y se acercó al jurado:
—¡Estas no son las condiciones pactadas! —alegó—. Yo pedí pelear
con los “zapatos de trabajo” del boxeador, que son esos botines largos y
livianos con que he visto entrenar a este jovencito cada día…
—Eso es verdad —le explicó amablemente el profesor—, pero usted
está peleando con mi ex alumno Tato López, el mejor buzo de la caleta:
ése es su trabajo y ésos son sus zapatos de buzo… Por ahora, el box es
solo su afición…
—Aunque gracias a su generoso aporte —agregó ceremonioso el sargento—
estoy seguro que pronto se convertirá también en su nueva profesión.
El único corresponsal de prensa que había en la caleta andaba ese día
tierra adentro, visitando a un compadre, de modo que no quedó registro
gráfico del más breve y famoso desafío de box que se vio en el vecindario.
Al faltar su entrevista, tampoco se supo el nombre de su curioso
desafiante y los diarios regionales debieron hablar solo de “un benefactor
desconocido”. En cuanto al Pulpo López, al que empezaban a llamar el
buzo-boxeador, “se limitó a decir que no haría declaraciones”.
Y si él no hablaba, tampoco yo iba a andar contando la última conversación
con su rival, que oí por pura casualidad:
—Si usted aún no me ha reconocido, jovencito —le dijo con falsa
amabilidad Satanás—, llámeme a las doce en punto de esta noche y yo
vendré encantado a probarle quién soy.
—No es necesario —respondió sonriente el Pulpo López.— ¡No olvide,
caballero, que en mi trabajo estoy obligado a ver debajo del agua…!
El Patas de Hilo se fue echando chispas por los ojos.
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