El vendedor de lluvias
Por: Hector Hidalgo
La tienda se encontraba al fondo de una calle serpenteante
escondida y sin salida ubicada en la zona vieja de la ciudad. Era
uno de esos lugares que sin buscarse se encuentran y cuando
aparecen, así, tan inesperadamente, se adueñan de la situación como si
siempre hubieran estado entre nuestras preocupaciones.
En la vitrina había una gruesa pátina de polvo color ladrillo molido que
también se pegaba en los frascos que exhibían una curiosa mercancía, y
para qué decir al interior de la tienda; parecía que por allí había pasado
una tormenta de arena como esas fabulosas del desierto del Sahara.
Antes de entrar me volví a fijar en la frasquería de la vitrina: ¿Qué
podría significar esa extraña cantidad de frascos cubiertos con polvo
viejo? ¿Por qué tenían esas etiquetitas escritas a mano y en su interior,
brumas azules, verdes, amarillas, rojas? ¿Por qué esas brumas se
desplazaban como si lo hicieran de acuerdo a la acción de minúsculos
vientos invisibles? Los frascos estaban llenos y sellados, a excepción de uno que se encontraba abierto y con su tapa en el piso de la vitrina. Muy
cerca del frasco vacío había un letrero donde se podía leer: “Vendo todo
tipo de lluvias”.
En el interior de la tienda vi a un anciano sonriente, envuelto en un largo
abrigo oscuro y con una bufanda enrollada hasta las orejas.
—¿Es verdad que vende lluvias? —dije como saludo, incrédulo. Pero
también pensando en mi pueblo que sufría una sequía de meses.
—Lo estaba esperando. Como ya es tarde, después de atenderlo a usted,
cerraré. ¿Cuánta lluvia necesita? Dígamelo de una vez, que para eso se
requiere hacer un trabajo muy especial.
El cielo estaba arrebolado, con los tintes rojizos propios del atardecer
y se apreciaba prácticamente despejado, como hacía tanto tiempo
en todos estos lugares y también en mi pueblo. “¿Esperando?”, pensé.
“¿De dónde, si ni siquiera tenía la intención de llegar a este callejón sin
salida?” Pero como creo en los momentos mágicos, en esos instantes que
surgen inesperadamente y que generan territorios nuevos por explorar,
le respondí como si estuviera diciendo la cosa más natural del mundo:
—Necesito suficiente lluvia como para apagar la sed de mi pueblo, de los
animales, de las plantas, en fin, de la gente…
—Sí. Ya lo sé. Todos andan en lo mismo. No se imagina cuánto trabajo he
tenido últimamente.
El anciano se desprendió del abrigo y de la bufanda ¡y me pareció tan
delgado y con tantos años a cuestas! Enseguida se restregó los dedos e
hizo un gesto como si hubiera pronunciado: “¡Manos a la obra!”
Yo abrí tamaños ojos cuando vi que tomó una gran caja y abriendo la
puerta interior de la vitrina que daba a la calle, comenzó a tomar algunos
Mi pregunta debió haberle sonado tan estúpida, pero quise asegurarme;
es que estaba tan entusiasmado con todo eso de los vientos y las nubes.
El anciano sonrió mientras echaba los frascos en la caja y me pasaba la
boleta de pago.
—¿Qué más? —repitió mi tonta pregunta—, un paraguas, pues lo
necesitará muy pronto. Ah, se me olvidaba. Destape los frascos en el
cerro más alto de su pueblo y después… a esperar los resultados.
Cuando en el cielo ya aparecían las primeras estrellas, salí de la tienda
cargando una enorme caja. Tenía que apresurarme para tomar el último
bus que me llevaría a mi pueblo. Mientras, sentía en mi pecho un
arrobamiento como los que experimenté siendo niño, cuando apresuré
el sueño para despertar con la Navidad a la mañana siguiente, o cuando
me instalé en el tren que me llevaría por primera vez a ver el mar, o
cuando llegó mi padre con una canasta repleta con frutas, y, además,
todos esos otros “cuandos” que guardaba en mi alma como el mejor de
los tesoros.
De pronto, no sé por qué se me ocurrió mirar hacía la tienda y juraría
que un vapor azulino se metía en el frasco vacío, ese que estaba olvidado
en un rincón de la vitrina, muy cerca de donde se encontraba el letrero
que anunciaba la venta de lluvias.
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